Comentario
El desarrollo de las economías exportadoras y el crecimiento demográfico revalorizó el papel que tenían las ciudades en América Latina, aunque las funciones de las mismas variaban de país a país. El crecimiento urbano fue muy importante, destacando por el porcentaje de su población urbana Argentina, Chile, Cuba y Venezuela. En Argentina, la población que vivía en ciudades de más de 10.000 habitantes pasó del 17,3 por ciento en 1896 al 38,1 por ciento en 1914, en Chile entre las mismas fechas se pasó del 15,2 al 38 por ciento y en Venezuela del 16,8 al 36,7 por ciento. En el caso opuesto, países donde el predominio de la población rural seguía siendo importante, encontramos a Brasil, Colombia, México y Perú.
El crecimiento afectó especialmente a las ciudades más importantes de cada país, que solían ser una o dos. En algunos casos la ciudad más importante, que generalmente solía coincidir con la capital, llegó a contar con la tercera parte o inclusive con la mitad de toda la población nacional, siendo el de Montevideo uno de los casos más espectaculares. Entre 1895 y 1910 la Ciudad de México triplicó su población y alcanzó el millón de habitantes, incluyendo los suburbios. Entre 1898 y 1918 Buenos Aires también multiplicó por tres su población y llegó a contar con 1.600.000 habitantes. Bogotá, La Habana, Lima, Montevideo y Santiago de Chile fueron otras ciudades con un crecimiento considerable. El aumento de la población urbana supuso la demanda de nuevos servicios y un aumento del consumo (en buena parte importado), que sólo pudo ser pagado con mayores exportaciones.
A la sombra del crecimiento económico y urbano se fueron desarrollando importantes sectores medios, en gran medida ilustrados, que comenzaron a reclamar una mayor participación en la vida política local y nacional. Las primeras, y más importantes transformaciones, afectaron principalmente a la política nacional, ya que el crecimiento de la población urbana tuvo efectos mínimos en la esfera local. Los gobiernos municipales solían ser débiles y su falta de recursos los hizo sumamente dependientes del poder central. Por eso, una de las reivindicaciones presentes en algunos de los grupos políticos que asumieron la representación de los sectores medios urbanos fue la autonomía municipal, junto con la posibilidad de que los ayuntamientos pudieran recaudar algunos impuestos y el pueblo de las ciudades estuviera en condiciones de elegir a los jueces de paz o a los consejos escolares. La influencia norteamericana fue muy importante y fueron muchos los viajeros latinoamericanos que estaban fascinados por la forma en que se desarrollaba la vida local en los Estados Unidos, especialmente el gobierno de pueblos y ciudades.
La integración a la vida política de los grupos medios se realizó de muy distintas maneras, siendo relativamente frecuente el recurso a la violencia, tal como ocurrió en el México revolucionario. Sin llegar a esos extremos, los nuevos movimientos políticos, que contemplaban de forma resignada como los sistemas electorales vigentes les cerraban el camino al poder, ensayaron algunas intentonas revolucionarias, a veces con el apoyo de algún sector del ejército, como ocurrió en Buenos Aires en 1890 y 1905, en Lima, Guayaquil o Quito en 1895 y en Asunción en 1904. Cuando el sufragio universal comenzó a imponerse en Argentina (1912), Uruguay y Chile, algunos partidos comenzaron a apostar por la opción electoral. En las primeras décadas del siglo XX en esos tres países el sistema político se basó en la convocatoria regular de elecciones, mientras había otros países donde los gobiernos dictatoriales se sucedían constantemente. Algunos experimentos autoritarios, como los desarrollados posteriormente en Chile y Perú también sirvieron al objetivo de integrar a los grupos sociales emergentes. La batalla por ampliar la base social del Estado e incorporar a los nuevos actores sociales a la vida política, con plenos derechos, fue dura.
A fines de siglo se formaron los primeros movimientos políticos impulsados desde los sectores medios y que estaban decididos a disputar el poder a las oligarquías nacionales: el radicalismo argentino, el partido demócrata peruano y el partido colorado de Uruguay, en el último caso gracias al impulso de José Batlle y Ordóñez. Los partidos emergentes se formaban gracias a la convergencia de grupos de muy distinto signo, lo que les restaba coherencia, ya que, entre otros, nutrían sus filas de un buen número de aristócratas y terratenientes. Los valores asumidos solían ser los mismos que defendían los partidos oligárquicos. La constitución de una alternativa de gobierno no era suficiente para presentar posturas más progresistas o modernizantes que las mantenidas tradicionalmente por las oligarquías gobernantes. Las elites, con sus posturas liberales, solían impulsar la modernización del país, ante la oposición de la Iglesia y de algunos sectores medios, más apegados a la tradición. Así, el radicalismo argentino o el partido demócrata peruano se aliaron con ciertos grupos de la reacción católica, molestos por el anticlericalismo de las elites liberales. Tampoco los nuevos partidos solían tener alternativas viables frente a las políticas económicas y sociales imperantes en los regímenes oligárquicos.
En el caso peruano se ve perfectamente la incapacidad de los seguidores de Nicolás de Piérola de presentar una alternativa al régimen oligárquico. En 1895, Piérola se alió con sus enemigos civilistas y lideró el bando que lo llevaría al poder. Su gobierno, que generó un insólito consenso en torno a la economía, se planteó como uno de sus principales objetivos la recuperación del prestigio del gobierno civil y para ello promovió algunas transformaciones en el ejército, como su subordinación al poder civil, el recorte presupuestario y la disminución de los efectivos armados. También importó instructores militares franceses e instauró el servicio militar obligatorio.
La política económica desarrollada por su gobierno condujo a la adopción del patrón oro, que benefició a los exportadores y a los ingresos estatales provenientes del comercio exterior. También se reformó la estructura tributaria y la recaudación fiscal se encargó a una sociedad mixta. Se acabó con el tributo indígena y se instauró un arancel para proteger a las industrias en expansión, como el textil. Dichas reformas dotaron al Perú de una estructura administrativa capaz de ampliar el poder del Estado. Los recursos necesarios para financiar estas actividades provinieron de la agricultura costeña, la minería del cobre, las nuevas explotaciones petrolíferas y la ganadería de la sierra. La llegada del ferrocarril a Puno en 1908 expandió las exportaciones de lana y el "boom" del caucho en el Amazonas jugó un papel importante, entre 1892 y 1910. El crecimiento industrial, y el proceso de urbanización que afectaba a Lima y en menor medida a otras ciudades de la costa y del interior, dio lugar a la organización del movimiento obrero y a las primeras manifestaciones proletarias de signo socialista y anarquista, a tal punto que en 1911 se produjo en Lima la primera huelga general.
El período cerrado al finalizar la Primera Guerra Mundial, fue denominado por el historiador peruano Jorge Basadre como la República Aristocrática. El proceso expansivo, surgido de la revolución de 1895, fue incapaz de integrar en el Estado y en la vida política a las masas indígenas serranas, un proceso todavía inacabado. Tampoco lo logró Leguía, pese a haber atravesado de caminos las serranías, para lo cual contó con la colaboración (obligada) de la mano de obra indígena gracias a la sanción de la ley de Conscripción Vial. Los gobiernos posteriores continuaron el camino modernizador, aunque en lo político se caminaba hacia formas, autoritarias. La nominación de Manuel Pardo, presidente entre 1904 y 1908, provocó disensiones en el partido Civilista, intensificadas durante su mandato por la discusión sobre la cuestión social. La unidad del partido se resquebrajó durante el mandato de Augusto Leguía (1908-1912), que rompió con Pardo, su predecesor y protector.